Decimos que la naturaleza es sabia.
Realmente -y aunque no lo digamos-, la naturaleza es sabia.
El naranjo, el almendro, el albaricoquero… crean la flor que es un precioso regalo para la vista, para el olfato; y la dejan que haga su labor.
Un día la flor se desprende mustia y seca, alfombrando por corto espacio de tiempo las faldas del tronco. Arriba y ocupando su lugar, el pequeño botón que es un fruto en ciernes no sufre por haber perdido su pasado esplendor: en vez de ello se afana y ocupa en formarse, en ser bello de otra manera, en ser apetecible
La larga y constante dedicación acostumbra a conseguir el propósito, y llegado a su magnífica madurez se ofrece de manera fácil y evidente para que la mano del hombre, el pico del ave… el azar, lo separen de la rama y disfruten. No está muriendo el fruto, sino emergiendo la semilla; y con suerte en otro lugar distinto al de donde nació la flor que creó el fruto, que creó la semilla, que creará el naranjo, el almendro, el albaricoquero…
Que sea sabia la naturaleza no quiere decir que la entendamos o nos guste. Muchas veces nos muestra el mensaje una y otra vez, día tras día, estación tras estación para que desarrollemos el interés en entender el «¿por qué?», «¿para qué?».
Tal vez la flor, el árbol, la semilla, el fruto… han vivido su experiencia, han sabido crear y también dejar espacio: han sido ellos en el ahora. Tal vez.